2 ene 2011

De pequeño, cuando por entonces la alegría era abundante, mis padres me llevaron a un cumpleaños en el zoológico, donde disfruté como nunca mi estadía.
Salí del lugar, con un globo en mi mano, de color amarillo, y lo sostenía por una pequeña cuerda. Sentí que era en vano quedarme con el globo, puesto que no lo necesitaba, y mi felicidad no dependía del mismo.
Con mi mente en blanco, mis dedos se rindieron a soltarlo, pensando que el globo aterrizaría en algún continente desconocido, habitado por personas que carecían de felicidad (y globos).
Curiosamente, todo el viaje de vuelta a mi hogar, mi mente se limitaba a pensar únicamente en el globo que había dejado ir, como si mi subconsciente comenzaba a razonar que había cometido un error.
Años pasados, mi mente fue borrando ese recuerdo, como una escoba que barre basura que estaba ahí tirada.
Esa escoba que barría, produjo un desorden en mi cabeza, sentía que faltaban archivos importantes y que no sabía organizar mis prioridades. Era un caos.
El desorden y el caos me hicieron reaccionar de maneras insólitas, como si me fuese aislando del mundo, como si no pudiese mirar expresivamente, como si todo me fuese indiferente. Quedé solo, sin nadie, sin nada, esa escoba lo terminó por barrer todo.
Pero, sorpresivamente, descubrí por casualidad, divagando en mi mente, que me había quedado con algo. Tardé en descubrir qué era. Resultó ser un recuerdo, muy borroso y lejano. Resultó ser el globo amarillo, atado a una pequeña cuerda, volando por los aires.
Y descubrí, por más irónico que suene, mientras pasaba todo el tiempo mirando el cielo, que resulta que mi felicidad depende ahora en el regreso de ese globo amarillo y poder sostenerlo en mis manos.
El perder o deshacerse de algo hace que nuestra felicidad dependa de ese algo, que en nuestro pasado fue redundante.