22 ago 2012

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-¿Y sabés qué es lo peor de todo? ¡Se mudó al día siguiente! ¿Vos podés creer? -preguntó exaltado el viejo Rubén mientras iba acomodando los últimos diarios para cerrar el puestito. -Explicame por qué carajo se iba a querer mudar de esta ciudad. -Levantó el cigarrillo del cenicero, le dio una última pitada y lanzó la colilla a la acera.
-Capaz quería un cambio Rubén, a todos nos hace bien respirar aire nuevo de cuando en cuando.- le contestó Fabián, sensato como lo habitual.
Sonó el portazo metálico y oxidado del puesto de diarios y emprendieron calle abajo.

Arriba del colectivo, Rubén miraba por la ventana, abriendo bien el ojo sobre un punto fijo, para lograr no observar nada en especial y al mismo tiempo poder verlo todo. Mientras lo hacía se frotaba despacio las manos ásperas y oscuras, como si arrastrara una suciedad que estaba ausente en verdad.
Fabián les repartía miradas largas y dedicadas a su compañero y al suelo, teniendo el último algún que otro envoltorio de caramelo, un boleto pisado y machacado, o alguna botella de gaseosa entre dos asientos.

Bajaron en la Costanera para cenar un sándwich de carne, mientras la brisa de la media tarde se les entrometía por la camisa, erizándoles los vellos del cuello.
En medio de una charla que carecía de algún sentido, tuvieron la gran idea de meterse por el estacionamiento de un restaurant bastante refinado, saludar al chico del trapito con desdén y sentarse en la bajada que daba al río.

-Mirá al tipo de la caña roja, -dijo Fabián mientras señalaba a un hombre que justo tiraba con esmero del mango. -si con eso no pica no lo hace con nada.
-Nunca entendí mucho de pesca. Nunca me interesó para variar.
-¿Jamás te dio intriga y te pusiste a husmear programas de pesca en los canales de deportes? -preguntó sorprendido.
-Yo no tengo pagos los canales de deportes.
-Qué tipo raro que sos Rubén.

Después de sacudirse el pasto del pantalón, y de apresurar el paso ante los gritos y las quejas de uno de los porteros del restaurant, caminaron un poco mientras miraban al río calmo, negro y apagado por la noche, un poco en silencio y un poco escuchando el golpe de los zapatos contra el pavimento.

-Extrañaba esto la verdad Fabián, hacía mucho que no pasabas. -soltó con su voz rasposa.
Al escuchar lo que había dicho, le dedicó una sonrisa sin mirarlo.
-Sí, perdoná... vos sabés que yo estuve con mis temas en casa...
-No te hagás drama. -lo interrumpió -No te pedí explicaciones, te quería decir eso nada más.
Rubén tosió ahogadamente y Fabián puso la mano atrás de su espalda amagando a dar unos golpes, pero mientras tosía le hizo un ademán de que no hacía falta, antes que pudiera darle la palmada.

Sin embargo de repente el viejo paró, y colocó las manos sobre sus rodillas, respirando fuerte y tosiendo agitado, pero en un volumen muy bajo.
Fabián se lo quedó mirando en silencio, y mientras el otro se empezaba a recomponer, y cuando pudo recobrar su postura a medias, le clavó los ojos.
-Ya va a pasar Rubén, quedate tranquilo.
El viejo, sorprendido, primero abrió los ojos bien grandes. Después no le quedó más que asentir con los ojos húmedos.
Emprendieron nuevamente camino mientras los pasos que resonaban contra el pavimento se iban desvaneciendo en la noche.

2 ago 2012

Amarnos.

Quizá amarte fue aquella vez en la que al abrirse el ascensor, yo estaba ahí en mi mejor traje y con un ramo de rubíes y esmeraldas asomándose. Y vos sonreías, y yo estaba ahí.
O también fue ese vino barato, que compartimos sentados en la vereda cantándonos lo que nos amábamos y susurrándonos suspiros, borrachos los dos, lo que yo llamaba amarte.
Quizá nunca entendí que amarte fue despertar a tu lado en la mitad de la noche, y encontrar nuestros cuerpos relucientes de sudor, envueltos en una agitada confusión.
O también aquella mañana en la que el agua hervía, y la pava chiflaba, que no nos atrevíamos ni a mirarnos ni a emitir ningún sonido, como dos fantasmas color turquesa.
Quizá amarnos fue gritarnos en la cara y no escuchar lo que el otro decía, mientras vos llorabas de bronca y yo lloraba de impotencia.
O también aquel cigarrillo que compartimos en silencio, sentados sobre el suelo color caoba del comedor, vos enfundada en tu camisón blanco y tu piel marcada por la almohada, y yo con mi camisa arremangada mirando al vacío.
Quizá amarnos fue, en verdad, la nada, atravesar juntos el pórtico de mármol, pisar la acera, apuntarnos una mirada unos segundos, y despedirnos en silencio.
Pero amarte fue el momento en el que al darnos la espalda en el gris adiós, yo me di la vuelta para ver si me mirabas, y vos caminabas hacia adelante, y tu silueta se encogía.