El cerrojo se empeñó en oponer resistencia al giro de la llave. La dilatación del metal dificultó la tarea de abrir la puerta, aunque a fin de cuentas logré pasar el marco y adentrarme.
Al dejar caer la llave en el segundo de las varias decenas de escalones, noté una quietud sórdida proveniente de arriba.
Con sigilo emprendí viaje arriba, y al llegar al descanso, olí cigarrillo.
Cuando vi que a mi padre, sentado en el apoyabrazos del sillón, recibía un baño de la luz de la luna y fumaba su cigarro como si estuviese besando por última vez, me acerqué.
En el momento que dedicó su rendida mirada hacia mí, advertí que sus cejas se arqueaban tristemente.
-Extraño a mamá. – largó casi como un quejido sonriente. En su voz había algo, una dulzura que nunca antes había escuchado.
-Yo también – le respondí casi sin aire.
Me secó las lágrimas con un pulgar y me arregló el pelo. Al hacerlo, me reduje a cerrar los ojos.
Se levantó y con un paso parsimonioso y vencido, se introdujo en su habitación.
Ese día comprendí que, paulatinamente, mi padre había empezado a morir por dentro.
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