Las pupilas de él se vieron a sí mismas, petrificadas y
grandes como monedas, en el reflejo de los ojos vidriosos de ella.
Siguió con un hilo de voz.
- Y tengo la sensación de que, cuando ese día llegue, voy a
estar en este mismo lugar, hablando con vos, con esta misma cosquilla en la
garganta y con estas mismas ganas de llorar sin poder hacerlo.
Al terminar de hablar, refugió las esbeltas manos bajo sus
muslos inquietos. Gachó la cabeza y un mechón quedó colgando bailarín de su
rostro, pero lo acomodó rápidamente detrás de su oreja.
El aire caía denso sobre sus cabezas, y el silencio se
hacía escuchar.
Ninguno quería continuar. No sabían cómo hacerlo en realidad,
cómo seguir con ese río de palabras magentas que se salpicaban sin mojarse.
Él quiso colocar una mano sobre su hombro, sobre su rostro,
sobre su pierna. No podía hacer más que pensar.
“Cuando llegue ese día, vas a despertarte y yo voy a estar acostado al
lado tuyo, y te voy a haber estado
mirando por muchas horas sin haberme darme cuenta, y la cosquilla va a habitar
en mi pecho, y el que vaya a querer llorar voy a ser yo”.
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