24 feb 2012

El primer paseo.

Luego de cruzar tanta avenida y de caminar tanta ciudad, se adentró en el barrio y por fin se detuvo en una plaza que, apuñalada por angostos y pintorescos pasajes, vestía de primavera gracias a las hojas que, con un balanceo lánguido, caían de las copas de los árboles.
Recostó su rendido cuerpo sobre uno de los bancos que daba a los juegos, y decidió pasar el tiempo mirando a los niños jugar.
Se sentía a gusto teniendo, pese a su longevidad, la capacidad para reconocer el don que los niños tenían de emparentarse con un mundo que era total y absolutamente de ellos.
Podían pasar horas acorralados por las presencias de enemigos letales que ni el más cuerdo (de los adultos) podía notar, hablando con palabras que ni el más sabio lograba entender, y mimetizando su vida con un libro que ni el más reconocido escritor lograría escribir.
Le gustaba ver cómo congeniaban los mundos de los adultos y de los niños, y notar, una y otra vez, la manera en la que estos dos mundos chocaban con una compatibilidad inerte.
Pero si había un momento que lo sacudía bruscamente de su eje habitual, era el momento épico en el que un niño se aventuraba por primera vez en una bicicleta, ese momento en el que, luego de haber tomado el primer impulso, montaba la pierna que tendía en el aire sobre el pedal e, irguiendo el cuerpo y llenando la carita con esa justa medida entre miedo y expectación, mareaba el manillar de un lado a otro hasta que el pulso de la convicción por avanzar se hacía con él.
Y entonces sólo alegría irradiaba su alma, y sólo adrenalina corría en sus venas.