23 feb 2011

Hojas marchitas.

Me encuentro sentado, sobre el banco de una plaza. Mi mirada se pierde en la brisa otoñal. Ya entrada la noche, hace frío, y cada tanto se asoma a mi nuca un intruso escalofrío. A lo lejos, cerca de la esquina, diviso un hombre durmiendo, junto a un perro recostado sobre él. Hay niños jugando en la cancha enrejada, y entre tanto se escuchan risas, gritos, algún que otro bocinazo de la avenida.
Te encontrás a mi lado y me estás hablando, pero no te estoy oyendo. Logro a duras penas escuchar un par de palabras sueltas. Pero son irrelevantes. Estoy acompañado, pero estoy solo. Miro al vacío y tengo una perdida inexpresividad. De repente parás de hablar. Las extremidades de tu sonrisa caen como párpados víctimas del sueño. Levanto la mirada y entiendo tu súplica, ahora más que nunca, pero es muy tarde, nos hemos enfríado al ritmo del tiempo y no hay como volver atrás.
Mientras te voy apuñalando los ojos, toco tu muslo; casi al mismo tiempo dejas caer una lágrima solitaria. Casi instintivamente saco un pañuelo y seco tu rostro. Me devuelves una cálida sonrisa, y asiento levemente.
Me doy cuenta de que el tiempo está pasando notablemente lento. Ya todo ha terminado, díficil me es saber si para bien o para mal, pero el tiempo no perdona como para quedarse esperando para saber.
Te levantas, te enderezas, te limpias el maquillaje que se corrio de tu cara, te quitas las arrugas de la ropa, y con una inocente sonrisa, me preguntas:
-¿Cómo me veo?

Y yo, maldiciendo en mis adentros, me pregunto qué clase de hombre soportaría la tortura de contestar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario