11 may 2012

1912

El camarero inclinó la botella del añejo de 1912 contra la copa de mi padre, y sirvió un poco del licor en ella. Mi padre bebió la pequeña cantidad de alcohol ante la mirada inexpresiva del mozo. Luego de vacilar por un momento, mi padre le dedicó una mirada al muchacho y asintió con aprobación.
Ante el consentimiento, llenó la copa aproximadamente hasta la mitad, partió hacia la barra (no sin antes ofrecerle vino a mi madre, que rechazó con educación) y se dedicó a charlar con sus otros compañeros de trabajo.
Yo tenía tan sólo 9 años y aún recuerdo el color espectacular de aquella bebida,  que tenía tal profundidad que me era (con mi exiguo vocabulario), imposible de definir su tinte.
Aún recuerdo la solemne mirada del mozo que, expectante a la respuesta de mi padre, sostenía, con un paño con la textura de la seda, el esbelto frasco.
Cuando vi la fascinación que le dedicaban todos al vino que mi padre había pedido, pedí de probar un poco de él. Mi padre me alcanzó risueño la alargada copa y, luego de que me disgustara su acidez y sequedad, le pregunté cómo le podía gustar aquella bebida. Me respondió simplemente diciendo "cuando crezcas te acostumbrarás".
Lo observé sin comprender, y les dije que debía ir al baño.
Antes de llegar, llegué a distinguir al mozo que había atendido a nuestra mesa. Tras observarlo un momento con el rabillo del ojo, me acerqué a él y le picotee tímidamente la espalda con mi dedo.
Al darse vuelta, y sin dejarlo responder, le pregunté por qué había esperado a la respuesta de mi padre para servir más vino.
Se agachó y, revolviéndome el pelo, me contestó "cuando seas grande te acostumbrarás pequeño", y se alejó con el menú y otra botella de vino en las manos.
Sin comprender los misterios que poseía el hecho de ser adulto, me resigné y finalmente entré en el baño, custodiado por un cartel que leía "Caballeros" y mostraba un anciano ayudado por un bastón, enfundando un sombrero de copa.

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