25 nov 2011

Los años de la vida.

A las 4.35 se levantó agitado por una pesadilla que no lograba recordar. Miró hacia ambos lados de la cama, recobró la orientación y se reincorporó a un lado de la cama, sentándose cabizbajo encarando a la ventana. Ella dormía a su lado. A él le aterrorizaba verla con los ojos cerrados.
Encendiéndose un cigarrillo reflexionó unos segundos. La cama estaba deshecha y la frazada caía lánguidamente a medias al suelo.
Cuando logró recuperar el aliento, se dignó a mirarla a los ojos. Bueno, o algo así, se dignó a mirar a la frialdad de sus ojos dormidos, perdidos en el infinito de la mente.
Una brisa fría se escabullió por la ventana. Su piel se erizó.
Una lágrima cayó sobre su muslo al darse cuenta que se habían convertido en desconocidos y al tener la certeza de que el tiempo no lo iba a cambiar.

Los rayos de la luna chocaban violentos contra las ramas de los árboles, y los halos de luz plateados que éstos dejaban, se dejaban caer contra el pasto fresco y húmedo. Sentía limpios los pulmones.
Ella le preguntó a dónde se dirigían y él, con sumo cuidado y sin quitarle las manos de los ojos, le dijo que aguarde unos segundos. Al pasar por la imponente secuoya, le destapó los ojos y retrocedió unos pasos hacia atrás, y la dejó encontrarse con el carrousel abandonado. Ella volteó y le enseñó una sonrisa infantil y echó a correr hacia el carrousel, mientras de él caían hojas secas del techo oxidado.
Él le ofreció una mirada a los árboles que rodeaban el lugar, y mientras se acercaba y la veía correr, supo de inmediato que se había vuelto a enamorar.

La bufanda escarlata volaba hacia atrás y el viento le daba con ímpetu en el rostro. Se sentó en el suelo y contempló la lápida, amparada por un árbol sin hojas de unos 2 metros, mientras dejaba descansar los brazos sobre las piernas.
Sus pensamientos se disparaban en su cabeza como un sinfin de flechas volando de aquí para allá. Hasta que la imaginó en un infinito totalmente blanco. Ella le sonreía y le asintió con gratitud.
Se levantó y se quitó la suciedad del pantalón. Miró una vez más la lápida, y satisfecho, volteó para emprender el camino de regreso.Estaba por marcharse cuando palpó en su bolsillo el encendedor. Pensó que sería de mal gusto, pero a falta de algo mejor que dejar (y en forma de promesa), lo apoyó sobre la lápida y se dignó a marcharse. Fue raro que al hacerlo, no había tristeza en su rostro, sino que una sonrisa que recordaba los años de su vida, se dibujó en su semblante.

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